4 mar 2013

Mi Máncora


La primera vez que pisé Máncora me enamoré un poco del lugar. Un poco bastante. Regresaba de Ecuador hacia Lima después de un curso, oportunidad perfecta para conocer esta ciudad de la que todo mundo hablaba. Con lo poco que me quedaba de plata alquilé un cuarto con baño, bastante rústico pero decente. Sola, con la consecuente sonrisa de estarlo. Pero mi Máncora no es la misma de la que escuché hablar tanto en el cole. Mi Máncora es ese sol que me hace suspirar cada atardecer, esos peces que revolotean a mis pies cuando salgo del mar, esa arena que me embarra osada exfoliando hasta el último rezago de estrés. Mi Máncora son los artesanos que trabajan para seguir su viaje, los niños morenos con el pelo teñido de amarillo por el sol, el morocho que te alza una sonrisa y te invita a recordar a cada instante que no importa más ayer que hoy. Mi Máncora son las fogatas en la playa al son de una guitarra, dos tambores y un timbal. Mi Máncora es compartir, reír, cantar, amar; porque acá amo la vida, mi tierra, mi gente, mi paz.
Así, mi primer encuentro con este mundo paralelo fueron días y tardes de melodías diversas, con gente diversa, todos unidos por una misma causa: compartir sonrisas, conocimientos y una canción. Aprendí malabares en el boulevard, a acompañar con los tambores en alguna fogata, a hacer la trenza francesa como voluntaria en un colegio, a que una misma empanada sabe más rica cuando alcanza para diez. Seguí mi camino con la certeza de que hay algo más, que en casa se me olvida buscar.
Dos años después volví a esta Máncora mía, con el corazón partido y silencioso. Esta vez fueron cinco semanas: la primera de inercia, la segunda de escape, la tercera de silencio y empecé a sentir de nuevo. Mi amargura sanó, mi corazón volvió a hablar y la sonrisa regresó junto a las ganas de quedarme por siempre. Pero me fui, una vez más.
Hoy me preguntan por qué dejé casa, por qué dejé los abrazos tiernos de un papi que convierte la más fuerte tormenta en una taza de agua pura y me mira como si fuera lo más lindo que hizo en su vida, las caricias de mami que me arrullan hasta el sueño y me hacen sentir más segura que cuando estaba aún en su panza. Por qué dejé los ronroneos de mis gatos que me elevan hasta el cielo, las sonrisas de ese amor que nunca acaba…
Y es por eso. Me encuentro en Máncora porque en Máncora me encuentro. Sigo acá porque ahora es el único lugar donde sé quién soy y quién no quiero ser. Ahora en mis días la gente no tiene nombre ni nación; en una misma mesa Argentina, Chile, Colombia e Italia comparten una cerveza. En otra Holanda, Israel, Australia y Canadá hablan acerca de la guapa Sofía atendiendo en el bar. Y de pronto los países son hermanos y somos Latinoamérica, Europa y Asia compartiendo experiencias; y de pronto se acabaron las fronteras y somos todos del mundo.
Esa es mi Máncora linda, donde la diversidad se funde en una misma energía. Acá recuerdo que no se trata de pueblos ni ciudades. Acá no soy un habitante más de la Tierra; soy también parte de ella, que me acoge gustosa, y lo recuerdo a cada instante. Lo soy igual de vuelta en casa, pero es más difícil recordarlo. A veces uno necesita alejarse, verlo todo desde fuera. No sé si estoy en la etapa de la inercia, o del escape, o del silencio; creo que aún no logro sentir totalmente de nuevo. La amargura está sanando, mi corazón pensando qué decir, lo que sé es que la sonrisa regresó una vez más junto a las ganas de quedarme por siempre. Por eso volví.
 

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