La primera vez que pisé Máncora me enamoré un poco del
lugar. Un poco bastante. Regresaba de Ecuador hacia Lima después de un curso, oportunidad
perfecta para conocer esta ciudad de la que todo mundo hablaba. Con lo poco que
me quedaba de plata alquilé un cuarto con baño, bastante rústico pero decente. Sola,
con la consecuente sonrisa de estarlo. Pero mi Máncora no es la misma de la que
escuché hablar tanto en el cole. Mi Máncora es ese sol que me hace suspirar cada
atardecer, esos peces que revolotean a mis pies cuando salgo del mar, esa arena
que me embarra osada exfoliando hasta el último rezago de estrés. Mi Máncora
son los artesanos que trabajan para seguir su viaje, los niños morenos con el
pelo teñido de amarillo por el sol, el morocho que te alza una sonrisa y te
invita a recordar a cada instante que no importa más ayer que hoy. Mi Máncora
son las fogatas en la playa al son de una guitarra, dos tambores y un timbal. Mi
Máncora es compartir, reír, cantar, amar; porque acá amo la vida, mi tierra, mi
gente, mi paz.
Así, mi primer encuentro con este mundo paralelo fueron días
y tardes de melodías diversas, con gente diversa, todos unidos por una misma
causa: compartir sonrisas, conocimientos y una canción. Aprendí malabares en el
boulevard, a acompañar con los tambores en alguna fogata, a hacer la trenza
francesa como voluntaria en un colegio, a que una misma empanada sabe más rica
cuando alcanza para diez. Seguí mi camino con la certeza de que hay algo más,
que en casa se me olvida buscar.
Dos años después volví a esta Máncora mía, con el corazón
partido y silencioso. Esta vez fueron cinco semanas: la primera de inercia, la
segunda de escape, la tercera de silencio y empecé a sentir de nuevo. Mi
amargura sanó, mi corazón volvió a hablar y la sonrisa regresó junto a las
ganas de quedarme por siempre. Pero me fui, una vez más.
Hoy me preguntan por qué dejé casa, por qué dejé los abrazos
tiernos de un papi que convierte la más fuerte tormenta en una taza de agua
pura y me mira como si fuera lo más lindo que hizo en su vida, las caricias de
mami que me arrullan hasta el sueño y me hacen sentir más segura que cuando
estaba aún en su panza. Por qué dejé los ronroneos de mis gatos que me elevan
hasta el cielo, las sonrisas de ese amor que nunca acaba…
Y es por eso. Me encuentro en Máncora porque en Máncora me
encuentro. Sigo acá porque ahora es el único lugar donde sé quién soy y quién
no quiero ser. Ahora en mis días la gente no tiene nombre ni nación; en una
misma mesa Argentina, Chile, Colombia e Italia comparten una cerveza. En otra Holanda,
Israel, Australia y Canadá hablan acerca de la guapa Sofía atendiendo en el
bar. Y de pronto los países son hermanos y somos Latinoamérica, Europa y Asia
compartiendo experiencias; y de pronto se acabaron las fronteras y somos todos
del mundo.
Esa es mi Máncora linda, donde la diversidad se funde en una
misma energía. Acá recuerdo que no se trata de pueblos ni ciudades. Acá no soy
un habitante más de la Tierra; soy también parte de ella, que me acoge gustosa,
y lo recuerdo a cada instante. Lo soy igual de vuelta en casa, pero es más
difícil recordarlo. A veces uno necesita alejarse, verlo todo desde fuera. No
sé si estoy en la etapa de la inercia, o del escape, o del silencio; creo que
aún no logro sentir totalmente de nuevo. La amargura está sanando, mi corazón
pensando qué decir, lo que sé es que la sonrisa regresó una vez más junto a las
ganas de quedarme por siempre. Por eso volví.
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