Son esos momentos, esas
cachetadas que te da la vida, que te dejan sin aire y al borde del abismo y
puedes oler la muerte, sentir el terror, saber que estás a punto de perderlo
todo. Son esos momentos los que te hacen ver a tu alrededor y darte cuenta de
todo lo que está en juego, te hacen mirar atrás y todo automáticamente cobra
sentido tan rápido como un rayo partiendo un árbol en dos pero tan confuso como
si todo el mundo transcurriera de pronto en cámara lenta. Te obligan a vivir el
presente porque todo lo demás desaparece, y ya no ves un futuro, ya no te
encuentras en el pasado ya que no existe más, y no ves luz, y el miedo. Ay, el
miedo. Y cierras los ojos y quieres desaparecer, porque ese sentimiento es tan
intenso, tan abrupto, tan fulminante, tan ineludible. Y esperas, y respiras, y
esperas, y respiras, sabes que algo grande está a punto de suceder, que si no
te lleva la muerte en ese instante es porque hay algo aún más grande en juego,
algo que no conoces y el terror es tan grande que no atinas a nada más que
esperar y respirar y esas ganas de gritar lo inundan todo… Y de pronto empieza
la calma, pasa la tormenta, el barco de tu vida deja de estremecerse de un lado
a otro incontrolable y persistente, el mar ya no te invade, ya no amenaza, volvió
la paz. Con la respiración aún entrecortada, miras a tu alrededor, calculas los
daños, repasas los cambios, sabes por primera vez en mucho tiempo que todo
estará bien, que ya pasó, que sobreviviste, no te ahogaste. Y valoras tu vida,
y valoras a quienes te acompañaron durante este proceso, quienes te miraban
asustados y hubieran dado todo por ayudarte pero no había nada que pudieran
hacer más que esperar y darte la mano. Era una batalla que tú tenías que pelear
solo, con tus propias armas, a tu propio tiempo. Y lo lograste. Y sueltas un
suspiro, alzas las cejas en señal de una mezcla de sorpresa y alivio. Y hoy
creciste, y hoy eres más fuerte, y no moriste, y empiezas a vivir de nuevo.
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