El primer chico al que quise
querer me dijo que yo en realidad no lo quería, pues no se puede querer a
alguien sin quererse primero a sí mismo. A mis 14 años, saber que él estaba
enamorado de alguien más y aún creer quererlo, significaba ante sus ojos no quererme
a mí misma. Ándate un poco.
Desde ahí decidí que la vida es
un juego de ironías, que al que trates con amor y a quien des tu corazón, te lo
devolverá destrozado y se reirá en tu cara de tu ingenuidad. Que en toda relación
hay dos equipos jugando la partida, un equipo ganador y un equipo perdedor.
Decidí ser del equipo ganador. Mientras más golpes dé, mientras más corazones
rompa, mientras más me ría y me burle de la ingenuidad de los que se aventuraban
a quererme, más ganador mi equipo, y más me querrían, retornando sus corazones
rotos para ser apretujados nuevamente. Y así funcionó. A la linda le rompen el
corazón. La histérica se los rompe a ellos. Y así fui bailando por el mundo de
puntillas, de un lado a otro y sin quedarme mucho tiempo. Recopilando trofeos,
sintiéndome cada vez más fuerte, ahora nadie podrá decir que no me quiero a mí
misma, si evidentemente todos me quieren. Y así jugué al gato y al ratón, y así
devolví el primer “te amo” con un “deja la cerveza que ya estás hablando
huevadas”. Nunca me la creí.
Y uno va creciendo, y uno va madurando,
y se da cuenta de cosas que no vio antes. Pero es un proceso, y en ese proceso
te puedes ir tumbando a todo aquel que pase por tu lado, sólo por inercia, sólo
porque te parece divertido, sólo porque puedes.
En la vida uno demora en
aprender quién es, lo que llega primero es aprender quién no quiere ser. Hizo
falta que me rompan el corazón a mí también para sentir el dolor que sintieron
todos aquellos corazones que rompí. La pena se hizo doble, acurrucada en culpa,
envuelta en la súbita realización de que el equipo ganador no es siempre el
mejor equipo. Y tal vez quiero ser del equipo perdedor, del que arriesga y lo
da todo y no importa si pierde porque lo intentó. De su buen corazón saca la
fuerza para intentar de nuevo, no de las miradas de los demás. Pero cuando uno
se acostumbró a ser del equipo ganador, es difícil cambiar de equipo. Como
dije, es un proceso, y qué pena los que se encuentren en el camino durante
aquel recorrido. Tumbados fueron, y no dije lo que sentí sino lo que quería
sentir. Sí, te mentí cuando te dije que te amaba.
En la vida uno demora en
aprender a quién quiere a su lado, qué busca. Lo que llega primero es aprender
lo que no quiere. No quiero más mentiras. No quiero alguien que no sepa lo que
quiere. Si no estás seguro de que soy yo a quien buscas, ándate un poco. No
quiero inútil, no quiero hijito de papá, no quiero más mentiras. No quiero que
coquetee con otras chicas, no quiero que les pregunte si sus signos del zodíaco
son compatibles aunque jamás creyó en horóscopos, no quiero más mentiras. No
quiero ver un avión e intentar adivinar hacia dónde va y que terminen mi
conversación con no-está-yendo-a-ninguna-parte-Susie-acaso-no-te-das-cuenta-que-está-volando-hacia-el-oeste-lo-cual-implica-que-está-regresando-no-partiendo-por-tanto-en-unos-minutos-aterrizará-en-el-aeropuerto-Jorge-Chávez-del-Callao.
Ándate un poco a la reconcha de tu madre. Sí, ándate un poco.
Entonces uno aprende lo que no
quiere, pero aún tiene mucho por aprender. Hay infinidad de cosas que aún no
sabemos que no queremos, y las iremos aprendiendo poco a poco, espero que sin
mucho tumbar en el camino. Y cada vez que crees que estás en lo correcto, que
al fin elegiste bien, se acaba y te das cuenta de que estabas equivocado. Que
no querías eso. Entonces aprendes a nunca estar del todo seguro, a tomar al
destino como venga, a aceptar los logros y los fracasos como parte común del
día a día. No quiero que me apaguen los sueños. No quiero olvidarme de reír. Es
eso lo más reciente que aprendí que no quiero. Ándate un poco. No quiero estar
sin ti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario